La posible nominación de Donald Trump al Premio Nobel de la Paz por su mediación en el primer acercamiento entre Hamas e Israel ha encendido un debate global. ¿Puede alguien que divide a su propio país ser reconocido como artífice de la paz en otro territorio?
Es innegable que el entendimiento preliminar entre Israel y Hamas, con mediación de Qatar, Egipto y Estados Unidos, representa un paso importante hacia la estabilidad en Medio Oriente. Pero también es cierto que Washington —y en particular Trump— rara vez actúan sin una agenda detrás.
Durante su mandato, Trump promovió un nacionalismo extremo, endureció las políticas migratorias y alentó discursos que fracturaron el tejido social estadounidense. Muchos recuerdan aún las redadas masivas contra inmigrantes, el muro fronterizo y la retórica de “América primero” que terminó justificando posturas abiertamente supremacistas.
Paradójicamente, hoy se lo presenta como un pacificador. ¿Debe la comunidad internacional premiar un gesto diplomático aislado, sin considerar el historial de quien lo impulsa? ¿Puede la paz en un país ser construida por quien fomenta la confrontación en el suyo?
Reconocer su papel en un eventual alto el fuego en Gaza sería, sin duda, un gesto político potente. Pero un Nobel de la Paz implica algo más que una estrategia oportuna: supone coherencia ética, compromiso humano y vocación de reconciliación.
Tal vez Trump haya contribuido a abrir una puerta, pero la verdadera paz —como el verdadero liderazgo— se mide no solo por los acuerdos que se firman, sino por las heridas que se sanan.