Tras la vacancia de Dina Boluarte, el Congreso designó como presidente interino a José Jerí Oré, actual titular del Legislativo. Su llegada al máximo cargo del país no trae aire de renovación, sino de controversia. En vez de marcar un punto de inflexión, su figura reabre un viejo dilema: ¿cómo puede liderar un país quien arrastra denuncias graves y cuestionamientos éticos?
Jerí no es un rostro nuevo ni tampoco un ejemplo de transparencia. En los últimos meses ha enfrentado denuncias por violación sexual, acusaciones por presuntos manejos irregulares de fondos públicos y favoritismos en el Congreso. Aunque varias de estas investigaciones fueron archivadas, el solo hecho de que existan pone en duda la idoneidad moral de quien ahora encarna la figura presidencial.
Legalmente, puede decirse que todo ciudadano es inocente hasta que se pruebe lo contrario. Pero el archivo de una causa no equivale a la absolución ética. La confianza pública no se construye en los tribunales, sino en la coherencia personal, en el ejemplo, en el respeto por la integridad del cargo que se ocupa.
Y ahí está el verdadero problema: la Presidencia no es un refugio para limpiar la imagen de nadie. Cuando un líder con denuncias llega al poder, arrastra consigo la desconfianza de un país cansado de escándalos, pactos oscuros y justificaciones legales que no convencen a nadie.
El Perú no atraviesa una crisis únicamente política; es una crisis de valores. Ver a alguien con denuncias de esa magnitud asumir la presidencia, aunque sea de forma interina, solo refuerza la sensación de que el sistema está hecho para proteger a los mismos de siempre.
José Jerí Oré tiene el desafío de demostrar que su paso por el poder no será un escudo contra sus fantasmas, sino una oportunidad para rendir cuentas. De lo contrario, su breve presidencia quedará como otro capítulo más en la larga lista de decepciones que han vaciado de sentido la palabra “autoridad”.