Donald Trump y la paradoja del poder: cuando la paz se impone por la fuerza

Donald Trump auto

Lima, octubre de 2025.- La reciente advertencia de Donald Trump a Hamás —“si no se desarman, los desarmaremos”— vuelve a poner sobre la mesa una pregunta incómoda: ¿cómo puede aspirar al Premio Nobel de la Paz alguien que amenaza con usar la fuerza como primer recurso? El mandatario estadounidense, fiel a su estilo, se presenta como el arquitecto de un nuevo orden en Medio Oriente, pero detrás de su aparente misión pacificadora se asoman motivaciones políticas y personales que poco tienen que ver con los ideales de paz que inspiraron el galardón más importante del mundo.

Trump ha defendido el acuerdo de Gaza como una oportunidad histórica para poner fin a la violencia, aunque su lenguaje y métodos reflejan lo contrario. Su ultimátum a Hamás no apela a la diplomacia ni al entendimiento, sino a la disuasión y al poder militar. Y, aunque muchos celebran su liderazgo “firme”, lo cierto es que la paz no se decreta con amenazas ni se negocia bajo la sombra de la coerción.

El contraste resulta aún más evidente si recordamos los principios del Premio Nobel de la Paz, que reconocen a quienes promueven la fraternidad entre las naciones, reducen los ejércitos permanentes o fomentan procesos de mediación sin violencia. Nada de eso encaja con la lógica de Trump, que ha hecho de la confrontación su sello político, tanto dentro como fuera de su país.

No es la primera vez que su nombre se menciona para el Nobel. Ya en ocasiones anteriores, sus aliados impulsaron su nominación argumentando su papel en acuerdos internacionales, aunque sus gestos y discursos suelen dividir más que unir. Este año, la distinción recayó en María Corina Machado, símbolo de resistencia democrática en Venezuela, cuya trayectoria encarna precisamente lo opuesto: la defensa pacífica de la libertad frente al autoritarismo. En comparación, el contraste no podría ser más elocuente.

Trump no necesita dinero ni reconocimiento económico; lo que busca es poder político. Su tono desafiante frente a Hamás coincide con el inicio de un nuevo ciclo electoral en Estados Unidos, donde intenta consolidar apoyo entre sectores que lo ven como un líder fuerte y restaurador. Sin embargo, su retórica ha profundizado la división social, alentando a grupos extremistas y normalizando discursos que bordean la supremacía blanca. Esa polarización, que hoy define buena parte del debate político estadounidense, es difícilmente compatible con cualquier noción de paz duradera.

El problema con Trump no es solo su estilo, sino su convicción de que la autoridad se confunde con imposición. Muchos líderes a lo largo de la historia creyeron que el orden podía imponerse por la fuerza, y que el fin justificaba los medios. Pero la paz verdadera no se construye sobre la amenaza, sino sobre la confianza, la justicia y la empatía.

La figura de Trump refleja, en última instancia, la contradicción del poder moderno: la idea de que se puede conquistar la paz desde la presión y la fuerza. Su discurso busca aplausos, pero difícilmente inspira reconciliación. Y aunque pueda lograr acuerdos políticos o militares, lo que define a los verdaderos constructores de paz es precisamente su capacidad de renunciar al poder, no de acumularlo.

Porque la paz no se impone; se convence. Y en eso, Donald Trump sigue siendo más un estratega electoral que un pacificador.

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