Lima, noviembre de 2025.– Bolivia tiene apenas dos semanas de nuevo gobierno, pero el clima político parece el de un mandato que ya llegó desgastado al final del camino. Y buena parte de ese ruido tiene un protagonista definido: Edmand Lara, el vicepresidente que, en vez de consolidar una dupla institucional sólida con Rodrigo Paz, ha optado por convertirse en un generador constante de crisis… y contenido.
En un periodo en el que el Ejecutivo debería mostrar cohesión, planificación y liderazgo, Lara ha elegido un camino distinto: confrontar por cualquier motivo, lanzar acusaciones en transmisiones improvisadas y responder a problemas serios del país con la misma naturalidad con la que se reacciona a un comentario en redes sociales. Su comunicación carece de filtros, de prudencia y, sobre todo, de sentido institucional.
Mientras el presidente intenta sostener una línea de trabajo —modesta aún, pero reconocible—, el vicepresidente parece más enfocado en grabar videos para TikTok que en ejercer sus funciones. De los primeros catorce días de gestión, apenas siete han estado dedicados a labores formales. El resto ha sido un festival de transmisiones, declaraciones impulsivas y denuncias que luego se contradicen a sí mismas.
Uno de los episodios más desconcertantes ocurrió cuando Lara, en un en vivo, habló de conflictos personales y acusaciones privadas. Al día siguiente aseguró que todo se debió a un “hackeo”. El país vio la transmisión. El país escuchó su voz. Y, sin embargo, la explicación fue presentada como si nadie hubiera estado presente. Ese nivel de improvisación no es simplemente un error político: es una señal de que el segundo cargo más importante de Bolivia está siendo ejercido con una ligereza preocupante.
La crítica es inevitable. No porque exista animadversión, sino porque un vicepresidente no puede comportarse como un adolescente atrapado en la lógica de la inmediatez digital, donde todo se dice, todo se exagera y todo se expone. La política requiere reflexión, tiempos, protocolos. No solo por preservar la imagen del Estado, sino por la responsabilidad que representa cada palabra pronunciada desde un cargo tan alto.
Si este fuera un caso aislado, quizá podría justificarse como exceso de entusiasmo o falta de experiencia. Pero Lara repite el patrón: denuncia sin pruebas, exige cambios en el gabinete sin sustento técnico, acusa al presidente de mentir y da advertencias dramáticas que luego no sostiene. Cada declaración suya se convierte en un incendio político que desvía la agenda del país hacia un espectáculo personalista.
Esto debería abrir una discusión más amplia y urgente: ¿es razonable que las segundas autoridades del Estado no pasen por evaluaciones profesionales que aseguren estabilidad emocional, manejo de estrés y criterios básicos de comunicación pública? No se trata de estigmatizar, sino de garantizar que quienes ocupan cargos del más alto nivel estén realmente preparados para ejercerlos.
La salud mental es un tema prioritario en todo el mundo. Y sí, ver el comportamiento de una figura como Lara invita a reflexionar sobre la necesidad de protocolos, asesoría y soporte especializado para quienes encabezan instituciones públicas. No por moralismo, sino por responsabilidad estatal.
Bolivia tiene retos enormes por delante. Crisis económica, demandas sociales urgentes, instituciones debilitadas y una población que necesita certezas. Lo último que puede permitirse es un vicepresidente convertido en provocador permanente, cuya inestabilidad comunicacional se vuelve un riesgo para la gobernabilidad.
En algún punto, alguien tendrá que recordarle a Edmand Lara que su cargo no es un set de contenido, ni un ring digital, ni un espacio para narrar dramas personales. Es una función pública. Y exige, al menos, la madurez que el país merece.
