Bolivia ante el fin de un ciclo: una segunda vuelta que define más que un gobierno

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Hay elecciones que no solo eligen autoridades: miden el pulso de una sociedad que ya no cree del todo en sus viejos relatos. La segunda vuelta en Bolivia tiene ese carácter. No se trata solo de decidir quién gobernará los próximos cinco años, sino de cerrar —o intentar cerrar— un ciclo político que ha definido a una generación entera.

Durante más de dos décadas, la izquierda boliviana logró construir una narrativa poderosa: redistribución, soberanía y justicia social. Pero esa promesa terminó golpeada por la corrupción, el estancamiento económico y la división interna. El proyecto que alguna vez se presentó como la revolución de los excluidos se fracturó desde adentro, devorado por el desgaste del poder y las pugnas entre sus propios herederos.

Hoy, Luis Arce y Jorge “Tuto” Quiroga encarnan más que dos candidatos: representan la continuidad con ajustes o la ruptura con el pasado. En medio, un electorado cansado, desconfiado y más preocupado por la inflación, la falta de dólares o el precio de los alimentos que por las etiquetas ideológicas.

El llamado al voto nulo hecho por Evo Morales, y su posterior rectificación, fue el reflejo perfecto de esa confusión. Morales, figura central de la política boliviana del siglo XXI, parece debatirse entre mantener influencia o evitar una derrota que confirme el declive de su movimiento. Su sombra sigue siendo demasiado grande como para desaparecer, pero ya no tan fuerte como para decidir el destino del país.

En paralelo, el país enfrenta un escenario económico y judicial delicado. Las reservas internacionales se reducen, la deuda externa crece y las investigaciones por presunto financiamiento irregular y corrupción avanzan lentamente. Si la oposición llega al poder, será inevitable que reabran causas y que la justicia —esperemos— actúe con independencia. Pero también estará el riesgo de que los procesos se conviertan en instrumentos de revancha política.

Bolivia está ante una encrucijada. La alternancia puede ser saludable, pero no basta para sanar las heridas de un país polarizado. El desafío será construir instituciones que funcionen sin depender del caudillo de turno y sin caer en la tentación del castigo.

Tal vez, lo más importante de esta elección no sea quién gane, sino si los bolivianos estarán dispuestos a cerrar, de una vez, un ciclo de veinte años donde la política se volvió una batalla de bandos. Si el país logra superar eso, recién podrá empezar una nueva etapa.

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